Hace un tiempo descubrí un pequeño libro de una reconocida escritora nigeriana, Chimamanda Ngozi Adichie, titulado “Todos deberíamos ser feministas”. El libro surgió luego de una charla TED que la autora brindó en 2012 y tuvo una vastísima repercusión debido no sólo al abordaje de un tema largamente postergado en la agenda pública –me refiero al feminismo-, sino porque, con su estilo espontáneo, Adichie expone con sentido común las desigualdades contemporáneas, vinculadas con el género, la raza y la situación social. Sin embargo, no se detiene en la queja ni en la crítica, sino que avanza en anécdotas de las que extrae propuestas de soluciones.

Cuenta por ejemplo que en 2003, durante la gira promocional en Nigeria de su novela La flor púrpura, un periodista le aconsejó que no se presentara nunca como feminista “porque las feministas son mujeres infelices pues no pueden encontrar marido”. Así fue como decidió presentarse “como feminista feliz”.

Este estilo despojado de todo matiz confrontativo ha convertido a Adichie en una referente muy reconocida del feminismo del siglo XXI, con una legión de seguidores jóvenes, entre quienes se encuentran estudiantes de las más destacadas universidades de Estados Unidos.

Sus palabras consiguen sacar a sus oyentes o lectores de ese territorio confortable donde habitualmente nos ponemos a salvo de cualquier cambio que suponga una transformación del statu quo. Pero hay cambios culturales que sólo se logran con la acción y desde esa perspectiva el movimiento feminista actual genera incomodidades y resistencias, que tampoco son las mismas en todas partes y deben ser siempre consideradas dentro de su contexto.